Historia Antigua del Instituto Ferreyra

Una mirada hacia atrás buscando su «Alma Mater»

 

Tomás F. Caeiro

Setiembre de 1997

 

 ... ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la
calle y empezar a contar desde el principio los pormenores…
antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores.

García Márquez, Los Funerales de la Mama Grande

 

Esto que sigue es en realidad una crónica escrita como en el epígrafe, antes de que lleguen los historiadores. Como crónica que es, se trata de una recopilación de recuerdos que a veces han sido completados con algunos documentos originales y actas – a pesar de lo poco que a veces ellos expresan – con la información de diarios de la época y con testimonios de personas que por su relación familiar o de trabajo han estado vinculados con los orígenes del Instituto.

En la época de la creación del Instituto se vivían tiempos políticos difíciles. La Segunda Guerra tuvo en la Argentina una gran repercusión en la clase dirigente y en los intelectuales al trazar una clara línea divisoria entre partidarios del Eje y de los Aliados. Una mayoría de ellos tomó posición con estos últimos; eran aquellos que por su fuentes de información o relaciones de educación, se habían vinculado y admiraban la organización de sociedad abierta de las democracias europeas y sobretodo de la americana y veían en ellas en la medida que se protegieran las libertades humanas y el respeto a la persona, la única posibilidad de supervivencia de la cultura, la ciencia y la técnica. Los otros, los partidarios del Eje, vieron particularmente en el modelo italiano, una forma de solución «no marxista» a los problemas sociales y de distribución de la riqueza, sin preocuparse por las libertades individuales y el respeto a los derechos de la persona. En ese ambiente no podía esperarse que hubiera otra forma de manifestación cultural o científica que no estuviera sometida al control del Estado y de su ideología, que en esa época comenzaban a adquirir en la Argentina una gran importancia política y social.

El grupo que creó el Instituto Ferreyra estuvo claramente identificado con la posición de las democracias americanas y europeas cuya ideología los aliados representaban; por ello, quienes constituyeron su núcleo creador quizá acompañando a quien era su mentor Bernardo Houssay, firmaron en 1943 un manifiesto pidiendo

«… democracia efectiva por medio de la fiel aplicación de todas las prescripciones de la Constitución Nacional y solidaridad americana por el leal cumplimiento de los compromisos internacionales firmados por los representantes del país… «

Era claro que lo que en ese manifiesto se reclamaba era libertad, democracia y respeto por las personas y además, se pedía que la Argentina rompiera su neutralidad cómplice cosa que de hecho ocurrió aunque tardíamente, dos años después. El manifiesto ocupó apenas una columna de un diario local con un intranscendente título pero desencadenó una desmesurada reacción del gobierno quien lo consideró un acto de traición a la patria y ordenó la separación de todos los firmantes, de sus cargos universitarios sin reparar en la jerarquía académica de algunos. Hoy a la distancia, parece políticamente desacertado por no decir pueril, el haber separado de la Universidad a un grupo  de intelectuales de la época por el simple hecho de que algunos firmaron un oscuro manifiesto pero, esta reacción, se puede justificar desde la perspectiva de un poder político comprometido con la idea de un estado monolítico que subordinaba todo a sus planes e ideologías.

Cualquiera sea la explicación, fue sin duda a raíz de esta decisión que a los científicos de entonces solo les quedó la alternativa de emigrar o de nuclearse para poder seguir trabajando. El grupo fundador del Instituto Ferreyra estuvo entre estos últimos siguiendo a Bernardo Houssay, quien a pesar de ser ya una figura internacional reconocida por sus frutos científicos, decidió quedarse en el país. Y eso lo hizo porque en este aspecto era un hombre de principios claros lo que consta en una notita firmada por él en octubre de 1943 que uno de los fundadores del Instituto enmarcó y guardó y que decía:

«Amor a mi patria, Amor a la libertad, Dignidad personal, Cumplimiento del deber, Devoción al trabajo, Respeto a la justicia y a mis semejantes, Afecto a los míos (parientes, discípulos y amigos)»

y también en lo que Houssay escribió años después recordando la época

«… mi fórmula personal era simple: decidí dedicarme a cultivar la ciencia y a hacerla adelantar en mi país. Por eso, y por el ansia de ayudar a los jóvenes capaces, nunca acepté dejar mi patria ni aun ante las más tentadoras ofertas».

Puede afirmarse que Bernardo Houssay fue el principal promotor y ejecutor en la Argentina del método experimental como herramienta que garantizaba la calidad científica y de la política de la ciencia, como instrumento para el progreso cultural de la nación y que a ello lo hizo independiente de las diferencias ideológicas que entonces lo habían separado de su lugar natural: la Universidad. Él tenía claro que los conceptos de Patria y Nación estaban bien por encima del ámbito más pequeño del Poder Político y del Gobierno y estas ideas parecería que no se generaron en él como un producto de la adversidad política o ideológica sino de una actitud racional nacida cuando fue designado Profesor de Fisiología en Buenos Aires a fines de la década del 20. En su cátedra se formaron jóvenes investigadores con todo el rigor del método científico – varios con el tiempo llegaron a ser figuras de renombre mundial – quienes, quizá porque el mismo los impulsaba, fueron a ocupar posiciones como profesores en otras universidades argentinas; «es discípulo de Houssay» se decía y aquello daba seguridad de seriedad y honestidad y garantizaba buenos resultados. Así ocurrió en Córdoba cuando a pedido del entonces Rector de la Universidad Sofanor Novillo Corvalán, – responsable de una de las más acertadas gestiones de gobierno de dicha casa – Houssay lo propuso a Oscar Orías como Profesor de Fisiología. Orías había nacido en Jujuy en 1905 e hizo su carrera de médico en la Universidad de Buenos Aires de donde egresó en 1928. Su vinculación con Houssay nació cuando lo designaron ayudante alumno de su cátedra de Fisiología. Con una beca de la Fundación Rockefeller entre 1932 y 1935, estuvo completando su entrenamiento en métodos de registro de la actividad cardíaca con Carl Wiggers en Cleveland y en fisiología muscular y neurofisiología con Walter Cannon en Harvard y Philip Bard en Woods Hole. Cuando lo nombraron Profesor en Córdoba, tenía apenas 30 años y no es exagerado decir que fue casi un milagro que un hombre tan joven pudiera incorporarse con éxito al cuerpo docente de una Facultad anticuada y «profesionalista» y eso fue quizá porque Orías era además de un científico de prestigio, también un hombre instruido, fino, diplomático y políticamente astuto. De cualquier forma, con su llegada se inició una nueva época en la ciencia médica cordobesa y en la enseñanza de la medicina porque reorganizó la cátedra, cambió los programas y modernizó y equipó sus laboratorios, haciendo realidad la idea de que no hay universidad sin ciencia y que esta última solo fructifica en una comunidad de reflexión integrada por hombres bien preparados y mejor dirigidos que se sirven de un instrumento esencial: el método científico. Su otro gran mérito fue saber formar un grupo de investigadores, la mayor parte de ellos médicos activos que atendían pacientes y estaban en contacto con sus angustias y sufrimientos además de percibir en su práctica profesional las limitaciones de la medicina para diagnosticar y curar. Por esta razón es que casi espontáneamente surgieron en ese grupo, varias líneas de investigación directamente vinculadas con la medicina práctica, que comenzó por la búsqueda de las pautas de normalidad biológica que el mismo Orias inició con su Tesis de 1930 sobre la concentración de hemoglobina en la población argentina y siguió con nuevos trabajos de su grupo sobre temas de cardiología como el estudio de los ruidos cardíacos en el feto hecho por un obstetra, del niño por un pediatra y del adulto por un clínico con inclinación cardiológica además de investigaciones sobre función renal que hacía un urólogo, sobre regeneración hepática a cargo de un joven gastroenterólogo y las tan importantes sobre endocrinología sexual que hacían dos ginecólogos.

Fue este núcleo de investigadores formados por Orías al que una decisión política dejó fuera de la Universidad en 1943. El grupo momentáneamente se disolvió y Orias fue recibido en Buenos Aires por Houssay para trabajar en la Fundación Sauberan, en el tema de diabetes alloxánica. Al devolverse transitoriamente la autonomía a las universidades, Orias volvió a la cátedra de Fisiología de Córdoba pero por corto tiempo porque cuando a los pocos meses, Houssay fue nuevamente separado de la suya, por solidaridad con él resolvió renunciar ya definitivamente. Los más importantes frutos de Orias en estos primeros años en Córdoba fueron sus libros: «Registro e Interpretación de la Actividad Cardíaca» que tuvo tres ediciones entre 1933 y 1939 y se difundió como un excelente texto por toda América : Ruidos del Corazón en Condiciones Normales y Patológicas, un clásico muy citado, que en 1937 publicara en colaboración con Eduardo Braun Menéndez y La Citología Vaginal Humana en Condiciones Normales y Patológicas, escrito con Inés López Colombo de Allende y traducido al inglés por G Corner en 1947 en Nueva York.

El año 1946 marca el fin de la etapa de la relación de Orías con la Universidad y el comienzo de otra, cuando sus discípulos y colaboradores decidieron organizar bajo su dirección el «Instituto de Investigaciones Médicas» A este difícil período el mismo Orías lo relató con emoción

«…nuestros recursos pertenecían en ese momento al mundo espiritual: entusiasmo y fe en el esfuerzo, fe en la ciencia, fe en nuestro país, fe en el valor de la conducta recta. Recursos de orden material, cero, cero absoluto».

Nótese la similitud de sus palabras con las de Houssay; ambos se adhirieron a los más altos valores morales y espirituales e hicieron una clara defensa de la ciencia, de la cultura y de la Patria (a donde hay que defenderlas, en la actividad de cada uno).

Es difícil establecer el momento exacto en que la idea de crear un lugar para la investigación médica en el ámbito privado, comenzó a gestarse entre sus fundadores, por lo pronto, con estas características, existían pocos Institutos en el mundo – el Pasteur en París, el Rockefeller en Nueva York y el Carnegie en Washington – y en la Argentina uno solo, el que la Fundación Sauberan había creado para Houssay en Buenos Aires. Los fundadores del Instituto de Córdoba al describir su constitución y orígenes mencionan que lo querían

«…diferenciar de los institutos oficiales con su pesada y rígida organización burocrática y su exposición a perturbadores factores políticos y de los institutos anexos a la industria farmacéutica…»

en los cuales veían el riesgo que intereses puramente económicos pesaran en su funcionamiento y resultados, más que los verdaderamente científicos. Esto hace pensar de que además de la influencia de los dramáticos sucesos que en la Universidad les tocó vivir, existiera en los fundadores, ya antes de 1945, la idea de crear un Instituto «independiente» nacido del impulso filantrópico y progresista de algún (o algunos) mecenas. De todos modos en octubre de 1946 se reunieron los fundadores, Amuchástegui, Caeiro y Nuñez, y dieron a conocer la declaración de principios del nuevo Instituto donde se decía

«…. que había llegado el momento de llevar a la práctica una vieja aspiración y una sentida necesidad: organizar en esta ciudad, costeado íntegramente con el aporte de particulares cuyo apoyo se buscaría, un centro académico dedicado fundamentalmente a la investigación científica original en ramas de las ciencias básicas de la Medicina y accesoriamente a actividades docentes…»

y luego invitaron a incorporarse al Instituto a

«… Oscar Orias ex Director del Instituto de Fisiología de la Facultad de Ciencias Médicas y a su ex Ayudante Técnico, Enrique Moisset D’Espanes…».

 Quedaba así claro que aunque la idea inicial fuera de los fundadores, tres de ellos médicos, dos de los cuales habían tenido intensa relación académica con Orías en la época de la Facultad, el Instituto era un espacio de trabajo creado para Orías. Así lo demuestra lo que emocionado escribió uno de ellos años después, recordando aquellos tiempos

«… el Instituto nació por Orías para Orías… creció a su alrededor, y él fue su núcleo de cristalización…».

Los rasgos de estos fundadores eran también interesantes porque diversos en su origen, estilo, educación, costumbres y vida social, supieron formar una comunidad de ideales en la acción y en los sueños y para hacerlos realidad, trabajaron en conjunto complementando sus virtudes y usando para conseguir sus fines, relaciones familiares y profesionales y la presión de las vinculaciones y prestigio social. Y nada seguro debían ellos tener fuera de una confianza ilimitada, para afirmar en la misma declaración de principios que dependían del apoyo de particulares «…cuyo apoyo se buscaría…».  

El apoyo finalmente apareció porque a las 19 horas del 29 de marzo de 1947, el sábado antes del Domingo de Ramos, tuvo lugar la inauguración del «Instituto de Investigaciones Médicas para la Promoción de la Medicina Científica». El hecho fue todo un acontecimiento por la importancia que le dieron los tres diarios de Córdoba con titulares grandes y texto de cuatro columnas, pero más por la llegada de Bernardo Houssay quien recién acababa de recibir el Premio Nobel y venía acompañado por una autoridad científica mundial, Urs Von Euler y por el presidente de la Fundación Sauberan, Miguel Laphizondo; además asistieron J.T. Lewis, V. Foglia y E. Braun Menéndez todos discípulos de Houssay, que vinieron a Córdoba para dar su apoyo al naciente Instituto. En el patio del local, una vieja casona situada en 25 de Mayo 1122 en el barrio de General Paz gentilmente facilitada por el Dr. Alberto Epstein, fue el acto inaugural. La concurrencia que apretujada ocupaba casi toda la casa, escuchó los discursos de C. Núñez quien representando a los fundadores dijo

«… la medicina de investigación científica pone aquí su primer eslabón como resultado de la… inteligente comprensión de sectores sociales locales y del país…».

A continuación habló Houssay haciendo un análisis académico sobre el estado de la Investigación Científica en la Argentina y recalcando que en esta hora era fundamental «…fomentar la investigación científica mediante el esfuerzo privado…». Finalmente, Orías dijo las palabras más importantes de la tarde desprovistas de toda pasión y crítica política,

«… Sólo aspiramos a echar las bases de una Institución que lleve en sí los factores para su consolidación y engrandecimiento y a preparar el terreno para los que vengan después… »

y con más énfasis

«… Deseamos que nuestro Instituto se asiente y desarrolle sobre bases institucionales… porque las instituciones encaminadas a materializar ideales permanentes son inmortales…»

Releyendo notas y reportajes parece que Orías tomó también clara posición en pro de la investigación básica al decir

«… voy a insistir en algo que deseamos se sepa: esto no es un centro de asistencia médica. No. Es un centro de investigación pura… «

o en el mismo discurso inaugural cuando relegó la investigación clínica en ese ámbito y la limitó como algo que se haría «… en la medida que pudiera realizarse… «. El nuevo Instituto se organizó en secciones como correspondía a una buena estructura de trabajo que fueron Farmacología, Química, Histología, Endocrinología, Registros Gráficos de la Actividad Cardíaca y Biblioteca y a él se incorporaron investigadores de gran calidad personal y profesional como Enrique Moisset de Espanés en farmacología experimental, Antonio Sartori en anatomía y fisiología comparadas, Inés López Colombo de Allende en endocrinología sexual y reproductiva y Lorenzo Giscafré un alergista santafesino que había decidido abandonar la práctica de la medicina para venirse a Córdoba a estudiar los procesos de anafilaxia y la acción de la histamina. Como auxiliares actuarían Bernardo Weksler, Laura Caligaris, Juan Astrada, como técnico Juan Azcoaga y sería becario Samuel Taleisnik; la investigación clínica, «en la medida que pudiera realizarse», estaría en manos de los clínicos fundadores, Amuchástegui, Caeiro y Núñez.

El equipamiento de los laboratorios era sin dudas austero e insuficiente, así lo insinuaba Orías en sus palabras inaugurales y también el artículo de un diario que mostraba la foto de un aparato para microfotografías hecho con un microscopio y máquina de fotos prestados y un arco voltaico casero mencionándose que este precario instrumento era de «alta precisión». Como en tal situación el trabajo sería casi imposible, se contó también con el generoso préstamo de otras instituciones y personas que cedieron sus equipos como los quimógrafos y cronógrafos que facilitó el Instituto de Biología Experimental de Buenos Aires, el registrador óptico que prestó Temístocles Castellano,   el  microscopio   de   Braun   Menéndez  y  el   mismo Giscafré que de Santa Fe, trajo todos sus muebles y equipos.

Pobre, mal equipado, académicamente aislado pero con una importante   solidaridad social y apoyo privado el Instituto, en esta la primera etapa de su existencia, tuvo una intensa actividad según consta en la memoria de 1947 ya que en ese año se publicaron 8 trabajos originales en revistas extranjeras y editado por El Ateneo, apareció la primera edición de La Citología Vaginal Humana de Inés LC de Allende y Oscar Orías.

Quizá una muestra más, representativa de la genuina actividad del Instituto y de su consolidación en el medio, sea la descripta en la memoria de 1948 En este año se publicaron 14 trabajos uno de ellos en un revista extranjera y A. Urrets Zavalía, primer tesista del Instituto, completó su trabajo sobre «Trasplante y Sustitución del Cuerpo Vítreo», que la Universidad Nacional de Córdoba aprobó con «sobresaliente». Lo más interesante de dichas memorias es quizá su resumen final donde con un lenguaje fácil, ameno y muy preciso, se describían las distintas líneas de investigación del Instituto en una forma que no cabe dudas iba dirigida a la sociedad que le prestaba su apoyo moral y material. Una de las líneas era sobre las propiedades medicinales de un árbol de nuestras sierras conocido como el «coco» (fagara coco), del cual se extraía un alcaloide la fagarina, que se esperaba pudiera usarse como antiarrítmico en el hombre; y algún interés debía también haber en un eventual desarrollo comercial de esta droga porque estas investigaciones fueron costeadas con un subsidio del laboratorio local «Apotarg» cuyo director era el Sr. José Helman.

Los fundadores y el Director del Instituto sabían que a pesar de este buen comienzo, se necesitaba con premura un edificio adecuado y mejorar el equipamiento instrumental para adaptarlo a las necesidades de las nuevas investigaciones. Esto requería una intensa campaña de búsqueda de fondos y a ella se avocaron los directivos del Instituto. Las necesidades no eran pocas porque aún el austero presupuesto de funcionamiento de 1947 y 1948, insumía alrededor de 25000 pesos anuales de entonces y el Instituto con bastante éxito, consiguió recaudar en ese periodo 36000 pesos anuales; es interesante que estos montos provinieron en aquella primera época en su mayor parte, de las generosas dádivas de la Fundación Sauberan y de la Familia Ferreyra además de la de un centenar de pequeños donantes.

El   16 de abril de 1947 Orías  fue invitado a Rotary para hablar del «Papel de las Fundaciones en la Promoción de la Ciencia»   y ello inició una relación   de este club de servicio con el Instituto que hasta ahora dura.   En la misma reunión,   Rotary creó una Comisión  Especial para estudiar la posibilidad de gestar una estructura jurídica que sirviera al Instituto, integrada por Horacio Martínez y  Carlos Bertotto   y una Subcomisión para Fondos formada por  Arturo Beckwith, Ezequiel Feigin y Calixto Nuñez que por razones estatuarias del mismo Club, no podía actuar directamente como recaudadora sino como instrumento de «apoyo moral». Un mes después, una de las Comisiones ofreció el borrador de estatuto de una Fundación donde se decía

«… que el Instituto de Investigaciones Médicas se incorporaría a esta nueva Sociedad pasando a constituir su primer instituto…».

Orías se opuso con el argumento

«… que los comerciantes o las figuras sociales  aunque  animados  de los  mejores  sentimientos,  no estaban en condiciones de dar las normas para el funcionamiento de un instituto científico… »

y el proyecto abortó. Estas duras palabras que expresan el primero de uno de los pocos conflictos que el Director tuvo con los fundadores, sirvió para poner desde entonces las cosas en claro: el modelo de mecenazgo que se buscaba era uno  que  garantizara  al  investigador  la  máxima independencia   de   su   trabajo   respecto   a   las   opiniones   del generoso donante y así  se cumplió desde entonces, porque 32 años después, uno de los fundadores ya viejo, cuando todavía buscaba apoyo económico para el Instituto, dijo:

«El mecenas convive con los artistas y científicos que protege… y siente con ellos la necesidad y la satisfacción de  realizar estas obras que, a ellos en ese momento pueden parecerle absurdas e improductivas pero que, por ser producto del genio creador, son las únicas que perduran… «

Finalmente, se formó  la  Fundación Córdoba  no para controlar al Instituto, sino para colaborar  con su sostén, la que  tres años después había ya   recaudado   50.000 pesos que le transfirió al Instituto para becas y subsidios de investigación, dinero que recién se hizo efectivo, un año después, quizá porque razones legales habían demorado su constitución. La contribución de Rotary para el mantenimiento del Instituto fue muy importante a partir de mayo de 1950 cuando, siendo Fernando Peña Gobernador del Distrito, se resolvió que cada rotado contribuiría con un día de los gastos del Instituto que entonces se habían estimado en 150 pesos. Esta feliz idea permitió recaudar en ese primer año 57208 pesos y durante el tiempo en que esta práctica continuó – hasta mayo de 1956 – se obtuvieron en total 634.989 pesos; aunque continuaron hasta 1967, en los últimos años las donaciones de rotarios ya fueron de menor cuantía. Queda así claro el importantísimo papel de Rotary para apoyar al recién nacido Instituto y este apoyo, no solo tuvo un enorme valor económico, sino que este club de servicio sirvió como nexo entre el soñador grupo de fundadores y la comunidad, permitiendo crear en Córdoba una nueva conciencia de beneficencia la que además de estar destinada a cubrir la necesidades de los pobres o de los que nada tienen, debía también sostener a instituciones dedicadas a la investigación y a la educación en la ciencia porque con ello se ayudaba a la cultura y al bienestar del pueblo.

La Fundación Juan B Sauberan tuvo también un papel crucial para la supervivencia del Instituto en aquellos sus difíciles primeros años. Ya se mencionó que a la inauguración concurrió el Sr. Laphizondo para dar todo el apoyo moral y político y sobre todo, para demostrar con el ejemplo que si esta fundación en  Buenos Aires había sido capaz de crear a la medida de Houssay, su Instituto de Biología y Medicina Experimental algo parecido podría hacerse con el solo aporte privado, para Orias y su gente en Córdoba. Pero además de apoyo moral, la Fundación Sauberan contribuyó al sostén económico del Instituto de Córdoba como si este fuera también parte de un plan nacional de promoción de la Ciencia detrás del cual se veían las ideas y el inagotable impulso creador de Houssay. Fue así que Sauberan aportó hasta 1954, 214.000 pesos que entregó en cuotas anuales o semestrales y que sirvieron para capital de trabajo o para becas y subsidios de investigación.  

No hay empresa grande sin un espacio o ambiente adecuado que la contenga y en el caso del Instituto, aquel edificio de la calle 25 de Mayo, era sin dudas insuficiente e inapropiado; así parecían tenerlo en claro los fundadores y el propio Orias por ello, en los primeros meses de funcionamiento ya habían tomado la decisión de conseguir una donación importante como para cubrir los costos de una obra de esta magnitud. Fue así que la relación profesional y de amistad de los fundadores con los Ferreyra hizo posible la materialización de este sueño.  

El Dr. Martín Ferreyra cordobés e hijo de una familia de la Villa Real del Rosario, había nacido en 1859; ingresó a la recién fundada Escuela de Medicina en 1878 y terminó sus estudios en Buenos Aires en 1884 con una Tesis sobre Histeria. Completó su entrenamiento en Francia e Inglaterra y volvió a Córdoba como cirujano y a la Universidad, donde hasta 1908, fue Profesor de Medicina Operatoria. Ferreyra actuó como delegado al Consejo Superior y tuvo importante actividad comunitaria como político ya que presidió el partido Demócrata y como industrial de la cal y comerciante llegando a integrar por varios periodos, el Directorio del Banco de Córdoba. Ferreyra se casó en 1889 con Mercedes Navarro Ocampo, una dama con ancestros patricios que tuvo un papel primordial como Presidenta de la Sociedad de Beneficencia, en la puesta en marcha de varios centros de atención médica para pobres en la ciudad de Córdoba. La Sra. de Ferreyra se enfermó gravemente a comienzos de 1947 y fue asistida médicamente por uno de los fundadores que estableció con ella una relación de mutuo reconocimiento; el médico ayudaba y admiraba la fortaleza de la enferma y la paciente reconocía los esfuerzos y compartía los ideales y desvelos del médico y la importancia de la tarea en la que éste estaba empeñado. Fue así que la Sra. de Ferreyra conoció los prolegómenos del Instituto y sus limitaciones económicas antes de morir a fines de 1947 y fue por ello, que sus hijos María Isabel, Horacio, Jorge y Rosa Malvina, sus yernos, Roberto Pinto y Jaime Roca y sus nueras, Lola Moyano y Fanny Llambí, resolvieron a principios de 1948, donar los fondos para la construcción del edificio que actualmente ocupa el Instituto el que pasó a llamarse desde entonces – un diario menciona que con la oposición de los benefactores -«Instituto de Investigación Médica Mercedes y Martín Ferreyra» o mas simplemente Instituto Ferreyra.

La planificación de este que sería el primer edificio en el país construido para albergar laboratorios de investigación, estuvo a cargo del Arq. Jaime Roca quien eligió para él un ascético diseño moderno racionalista.

La piedra fundamental fue colocada el 17 de marzo de 1948; a esta ocasión concurrió de nuevo Houssay y estuvo especialmente invitado para bendecir el comienzo de la obra, el Arzobispo de Córdoba Dr. Fermín Lafitte; en el acto habló Amuchástegui quien dijo

«En este momento que queremos sea para la historia, Córdoba se asoma al mundo… y se pone a tono con esta era científica al colocarse la piedra fundamental de este edificio… «.

Los terrenos, en total 5.500 m2, habían sido donados por la Sociedad Anónima Hospital Privado Centro Médico de Córdoba que compartía con el Instituto casi todo: ideales, interés por la ciencia, vocación de servicio, fundadores y pobreza de recursos. José Martínez Esteve, hermano de uno de los investigadores del Instituto y amigo de los fundadores, era uno de los dueños de la empresa inmobiliaria propietaria de los terrenos del entonces incipiente loteo de Parque Vélez Sarsfield. Fue él quien intentó convencer, presionado por sus amigos del Hospital Privado, a los otros socios para que aceptaran venderle a la Sociedad Anónima a un precio mucho más bajo que el del mercado, las tres hectáreas del predio, con el argumento de que una obra de este tipo actuaría como atractivo para los eventuales compradores del resto de los lotes. Según contaba Martínez Esteve, lo que finalmente ablandó el espíritu comercial de sus socios hasta entonces interesados en buenos negocios sin riesgos, fue la decisión de la Sociedad Anónima de que parte del terreno sería donado a una institución de bien público y sin otros fines que la promoción de la ciencia como ya era el Instituto Ferreyra.

El actual edificio cuya construcción demoró menos de tres años, fue inaugurado el 12 de marzo de 1951 en un acto al que también concurrió Houssay – siempre dispuesto a apoyar con su presencia prestigiosa a esta obra – acompañado nada menos que por el científico canadiense Charles Best descubridor de la insulina. Orías habló en el acto y en su emotivo discurso agradeció la generosidad de los donantes afirmando

«… estamos asistiendo a un hecho sin precedentes en el país. Se trata de la primera vez que se ha construido un edificio de la importancia de este, para un Instituto dedicado a la investigación científica pura. Esto no significa solamente generosidad y altruismo… significa comprensión e idealismo y eleva anhelos en pro del engrandecimiento cultural e intelectual de nuestra Patria».

El edificio, decía un diario,

«… es amplio y cómodo… en la planta baja se ha instalado la administración, la biblioteca, la dirección y el aula – magnífica digamos de paso – y en la planta alta cinco laboratorios provistos de todo el instrumental necesario… además de tres habitaciones para animales de experimentación… pero con muy buen criterio no ha sido construido con vistas al presente sino pensando en el futuro, cuando la actividad se amplíe mucho más…».

Es difícil estimar a valores de hoy el costo de esta obra y la magnitud de la donación que en aquella época fue percibida como excepcional pero, si se puede calcular lo que hoy costaría hacer un edificio como este de 2.400 m2 de superficie cubierta y el monto sería entre 1.450.000 y 1.950.000 pesos. Algunos a quienes les gusta este tipo de cálculos fundados en el buen estado actual de conservación de la construcción, estiman una depreciación del 40% y fijan al edificio un precio actual de alrededor de 1.100.000 pesos. De todos modos poco importan cálculos, costos y depreciaciones porque ellos no son medida de la magnitud del esfuerzo creador, de la voluntad de construir ni de la generosa beneficencia.

En su nuevo local el Instituto Ferreyra continuó trabajando con algunas limitaciones económicas quizá peor que antes porque ya había comenzado en la Argentina la inflación y faltaban bienes esenciales y material de importación (como aquella importante donación de equipos de Fundación Rockefeller que estuvo detenida dos años en la aduana) así y todo, continuó el aporte de Rotary, de la Fundación Sauberan, de pequeños donantes y de la familia Ferreyra en especial, María Isabel de Pinto quien daba no sólo apoyo económico sino que estaba siempre dispuesta a cualquier clase de trabajo como asistente técnico y hasta como encargada de la limpieza del material de laboratorio y de las jaulas de animales. Años después, uno de los fundadores reconoció esta importante tarea cuando dijo

«… era para nosotros prototipo completo de ese mecenazgo. Su fe y confianza en los investigadores del Instituto era emocionante por su lealtad y continuidad… Su solidaridad y su ayuda se expresaban silenciosamente, de una manera espontánea que se anticipaba a los requerimientos».

A pesar de estas limitaciones económicas, la actividad del Instituto continuaba dando frutos tanto en producción científica – un promedio de 5 trabajos originales por año entre 1951 y 1955 – como en la formación de becarios, cursos y simposios y distintas conferencias sobre temas médicos. Todo pareció sin embargo derrumbarse cuando en el mediodía del 4 de junio de 1955, Orias se murió súbita e inesperadamente. Ya en enero de ese año cuando venía de dirigir investigaciones y de dictar cursos en Porto Alegre, había tenido unos dolores en el pecho que él atribuyó a espasmos esofágicos pero que probablemente eran el comienzo de una angina por enfermedad coronaria. Esa mañana del 4 de junio se sintió cansado y decidió volver a su casa del Cerro de las Rosas, se acostó y unos minutos después, su esposa Olga lo encontró muerto. Los miembros del Consejo de Administración de entonces fueron profundamente sacudidos por esta noticia que parecía dejar huérfano al Instituto y uno de ellos dijo cuando lo enterraban

«… ¿Qué puedo yo decir ente la tumba de Oscar Orías? Si hubiera de rendir mi homenaje personal lloraría. Lloraría su ausencia…, y juraría, juraría seguir luchando con todas mis fuerzas, para que la huella que el abrió en Córdoba, no la borren la inacción, la desidia ni la iniquidad… «

Y así fue, la huella no se borró porque el Instituto como había dicho el propio Orías el día de su inauguración, era ya una institución organizada perenne a diferencia de los hombres que la crearon. Es interesante lo que Ch Brooks mencionó en el prólogo del libro póstumo de Orías Excitabilidad Cardíaca, él había muerto dijo, «de aquello que más estudió: la inestabilidad eléctrica y la fibrilación ventricular provocada por el cierre de las arterias coronarias», en sus experimentos, ligándolas y en la vida real, por un coágulo que las obstruye. Curiosa paradoja esta que demuestra el valor de las ciencias básicas porque a Orías, la medicina de hoy, podría haberlo salvado con recursos terapéuticos que sus investigaciones contribuyeron a desarrollar.

Bien, esta es la historia de los comienzos del Instituto Ferreyra que ahora cumple 50 años de fructífero funcionamiento. La crónica puede tener errores de omisión o de interpretación de los hechos pero el objetivo no ha sido un relato documentado sino buscar la sustancia que anida en el pasado de instituciones como esta y demostrar a quienes hoy usan este espacio, sus medios y su organización para pensar, estudiar, experimentar, enseñar y con suerte trascender, que nada crece espontáneamente ni está donde está porque sí. Lugares como el Instituto Ferreyra en su historia, están llenos de angustias, pesares y fracasos pero también de un impulso creador que ha subsistido y debe subsistir en el tiempo.                                  

Tomás Francisco Caeiro
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